Por, Luis Alberto Nina


Cuando nacemos, innatos o siguiendo la tabula rasa, debemos aceptar que –es con el transcurso del tiempo– que formalizamos el quienes en sí somos. Este hecho, según psicólogos y filósofos a los que me les he acercado, se conjetura entre las edades de cinco a seis años. A tal edad, el niño resulta lo que terminará siendo el resto de su vida en lo que respecta al aspecto eminentemente psicológico. O sea, ante de una de estas edades es cuando se sella nuestra personalidad, al igual que, cuando empiezan a gobernarnos los traumas.

Un trauma psicológico es, según UNIR, un acontecimiento repentino e inesperado, imposible de manejar, que perturba el bienestar de la persona que lo vive y, como consecuencia, la persona queda afectada psicológicamente.

Los tipos de traumas son innumerables; para lograr que se me entienda mejor intentaré hilvanar entre las siguientes líneas algunos de ellos. Pero primero, hablaré sobre cómo se conquista un trauma:

Cuando nacemos, tenemos a nuestra madre, padre y/o personas cercanas que fingen como nuestros cuidadores. A veces nuestros padres no están, entonces séase nuestra abuela, un tío o una amiga de nuestros parientes quien o quienes usurpa tal papel. El trabajo es, en palabras simples: ayudar a mantenernos vivo. No obstante, si sólo eso les ha de importar a nuestros cuidadores, probablemente y de resultados trágicos van a descuidar la parte emocional o psicológica del niño. Debido a que, no es sólo que no muramos en la presencia del cuidador lo que “importa”, es también que, ya adultos resultemos seres completamente sanos. Y, para ello, resulta una necesidad el que atravesemos la infancia y la niñez en la ausencia de algún trauma.

Un trauma, en este caso, psicológico, es aquel acto, evento, dirección, etc., en que fuimos golpeados, mas figurativamente que otra cosa, por un evento o una acción, en que, muy probable que termine persiguiéndonos por el resto de nuestra vida. Y lo hace, hay que decirlo, desde un tono de fortaleza; como tal, logrando que seamos más débiles: inseguros, poco arriesgados, distantes; en sí, de personalidad introvertida.

Algunos ejemplos serían: el que uno de nuestros padres nos abandone, el que los dos lo hagan, el que seamos golpeados, el que seamos golpeados de modo injusto, el que se nos inculpe, el que se nos inculpe de modo injusto o irracional. En cualquiera de estos casos podríamos aducir que, tuvimos una crianza hueca; traumática (si se quiere). La existencia de estos traumas no sucede por el solo hecho de existir el preámbulo, sino porque igual esos cuidadores lo provocaron, lo permitieron o no lo combatieron en su momento debido.

Ahora, volviendo al inicio del escrito: a las edades entre cinco o seis años, cuando definimos lo que somos (para el resto de nuestra vida) es cuando, según lo que análogamente describo, se termina de crear el Chip que nos conduce. Si hay un trauma o traumas durante la infancia y/o niñez, entonces el Chip de ese niño va a existir de modo defectuoso; o sea, va siempre a funcionar no bien del todo. Y, para llegar a uno de los puntos que quiero llegar, un niño con Chip defectuoso será un adulto defectuoso.

Con esto no digo que el adulto no llegará a progresar ni que su vida será atroz. Lo que intento decir es que, un niño que tuvo traumas es un adulto que tendrá los mismos traumas y que, tales sonidos seguirán haciendo eco en sus intenciones probablemente el resto de su vida.

 

 

 

Tales traumas alteran lo que sería nuestro estilo de apego: seguro. Todos en esencia estamos destinados a sentirnos no solo seguro de nosotros mismos, sino en ese estado de normalidad. Cuando la balanza se tilda para los estilos de apegos de inseguridad es cuando la adultez, preferiblemente, se pone agria: estilo de apego ansioso, estilo de apego evitativo, estilo de apego desorganizado, según la teoría de John Bowlby. Cada uno de estos tres últimos estilos de apegos descubre los tipos de traumas de los que fuimos partícipes en nuestra infancia y/o niñez. Cada uno hace eco de un tipo de llanto que se formalizó en un entonces y que, para salir de tal, sería prácticamente una utopía. Y, aunque podemos trabajar en ellos; tomar terapia, hasta podemos disponernos a cambiar. No obstante, esa transformación –de lograrse– conlleva un esfuerzo, quizá no imposible, pero sí inmensurable.

Daniel conduce su carro en aras de realizar unas compras en la mañana de un domingo cualquiera. En el asiento detrás viene su hijo, Peter; juntos cantando y tarareando la canción pendeja aquella de Cocomelon. Momentos después arriban al lugar. Ambos salen del carro y Peter, con la ayuda de su padre, se lanza a su cuerpo; cruzan un caminito y entran a Home Depot. El padre, entonces, sitúa de pie a Peter en el suelo y le ofrece su mano. Peter la procura.

Pasa un tiempo cuando Peter se percata que ninguna de sus manos está atada a nada. Inmediatamente voltea en todas las direcciones y no hay nadie familiar cerca de él. Llama papá varias veces, vuelve y lo hace, erráticamente volteando la cabeza y el cuerpo. Entre todo este percance sólo suceden unos 20 segundos y, finalmente su padre aparece. El hijo corre a él y esta vez le sostiene la mano con ambas manos; lo aprieta fuerte e igual junta su cuerpo a las piernas de su padre. Lo que para un adulto fueron 20 segundos, para Peter resultaron 20 días. Por la mente de Peter, durante semejante avalancha de misterio, vivió toda una historia:

Mi padre me abandonó, no me quiere, no soy suficiente, no debería estar vivo, cómo voy a subsistir sin él, qué será de mi vida. Resumido en una oración compleja: como no sirvo, mi padre optó por dejarme botado en este lugar.

Obviamente esto no fue lo que sucedió. El padre cambio de pasillo buscando un repuesto para su pistola de clavos, descuidando así el hijo por unos 20 segundos… Es que los niños no perciben la vida en la misma dirección como lo hacemos los adultos. Por consiguiente, todo este evento creó en Peter un trauma que, para desprenderse de él, de no acudir a un psicólogo y trabajar en ello de modo real, es muy probable que lo persiga el resto de su vida. Dos años después, ya Peter no se queda a solas con la tia, como solía permitirse cuando sus padres tenían que dejarlo con alguien por un momento. Peter teme que, quedándose allí, sus padres no volverán a buscarlo. Ahora, Peter, a sus 25 años de edad opta por ser un ser humano con miedo a la pérdida; teme que su nueva novia lo deje y, en aras de compensar, todos los días le da regalos; lo que lleva a que ella rechace semejante dependencia (de Peter).

Tanto este trauma como miles de otros nos persiguen el resto de la vida. Porque cuando se ha creado un Chip que ya está defectuoso, resulta perentorio que se intente arreglar lo más pronto posible.

 

En conclusión y ofreciendo una simple pincelada para remediar este mal de un modo prágmatico:

No debe ser que aún de adultos todavía estemos errando al reaccionar de modo impetuoso, porque seguimos un Chip que no sirve del todo. Como seres adultos, pensantes, debemos, combatir –no el meollo del asunto–, que sería definitivamente lo propio sino lo siguiente:

 

El problema con los traumas de infancia no es necesariamente que existan, no hay vueltas en eso; sino el que uno no los frene cuando se interponen en nuestro día a día. Como tal, debemos ser capaces de actuar no como lo sentimos, sino como corresponde. Si te gusta un hombre y no dejas de buscarlo, ansiosa, y este hombre es terrorista; debes renunciar. Si para tener amigos debes siempre ponerte de segundo, aprende a vivir solo. Si nadie se alegra por tus triunfos, aléjate; alégrate tú. Debemos aprender a vivir solos, a existir solos; a sufrir, igual, y también a disfrutarnos solos. Dicen muchos filósofos sobre el conocimiento de la vida: que todo empieza conociéndose uno. Conócete, disfrútate, empújate, libérate. No seas tú–tu peor enemigo. Aboga por ti, ¡vívete!

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