Por, Byung-Chul Han


[…] Asumir la muerte en la conciencia no significa solo tomar nota de la muerte. No solo se exige pensar en la muerte, sino un pensar que recorra la muerte, que se arrime a ella, estar dispuestos a que sea la muerte la que nos dé el pensar. Asumir la muerte en la conciencia no consiste solo en asignar a la muerte, generosa o magnánimamente, un sitio en la conciencia, de modo que la muerte pase a ser un contenido de la conciencia mientras la conciencia misma se mantiene incólume en su forma anterior. Más bien sucede que la muerte hace que se tambalee la imagen que la conciencia tiene de sí misma. Con la experiencia del horror la conciencia entra en contacto con lo distinto de ella misma. 

[…] La muerte no es el asunto de un yo solitario frente a un acontecimiento impersonal. Y el otro no me anima para que me alce contra el acontecimiento impersonal de la muerte, sino que lo que me llega del otro es justamente la muerte. Si la muerte natural fuera la vida que por sí misma se vive hasta el final, la vida amada y colmada, entonces la muerte, que siempre habrá sido antinatural, sería una interrupción violenta de la vida. Toda muerte es prematura. Su antinaturalidad, el hecho de que no exista la muerte natural, remite a un contexto general de violencia. Mi muerte remite a un delito. Un “haber sido arrojado” de tipo distinto convierte la muerte en asesinato. Tal “haber sido arrojado” es un sometimiento, el estado de ánimo fundamental del coestar, concretamente el hecho de estar expuesto a la mentalidad hostil del otro.

Se muere en soledad. El remedio de la soledad no sería el coestar, pues este se expresa en una mentalidad hostil del otro. Justamente el coestar me arrastra a la soledad, a la muerte solitaria. La soledad es el estado que todos tenemos en común. En El tiempo y el Otro [libro de Emmanuel Levinas], la muerte era el foco de aquella violencia impersonal de lo absolutamente desconocido, que extinguiría mi subjetividad y, por tanto, mi soledad: “Por ello, la muerte no confirma mi soledad sino que, al contrario, la rompe”. En vista de esta violencia anónima, la muerte no es solitaria, pues ya no queda ningún yo que pudiera sentirse solitario. La violencia de la muerte ya no es simplemente desconocida o irreconocible. Más bien se muestra como la figura “de lo cortante del acero, de la química del veneno, del hambre y de la sed”. Estas figuras de la violencia son constitutivas de mi soledad. La muerte sería un finar en soledad. No existe la muerte buena y natural, sino solo el finar. Morir humanamente se vuelve imposible. Si el hombre fina no es porque sea un animal, sino justamente porque es hombre. (…) En medio de mi soledad, ante la amenaza de muerte, llamo al otro, le pido ayuda. El estar vuelto hacia la muerte sería la preocupación por la supervivencia.

[Este extracto es un avance de ‘Caras de la muerte. Investigaciones filosóficas sobre la muerte’, que publica la editorial Herder este 26 de octubre].

Fuentes:  escrito   foto1    foto2

 


Por, Luis Alberto Nina


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