Por, Yuval Noah Harari
El lector podría objetar que todo humano busca de manera natural evitar sentirse desgraciado, pero ¿por qué habría de preocuparse un humano por las desgracias de los demás, a menos que algún dios lo exigiera?
Una respuesta evidente es que los humanos son animales sociales, de modo que su felicidad depende en una medida muy grande de sus relaciones con los demás. Sin amor, amistad y comunidad, ¿quién puede ser feliz? Una vida egocéntrica y solitaria casi siempre es garantía de infelicidad. De modo que, como mínimo, para ser felices necesitamos preocuparnos de nuestra familia, nuestros amigos y los miembros de nuestra comunidad.
¿Y qué pasa, entonces, con quienes nos son totalmente extraños? ¿Por qué no matar a los extraños y arrebatarles sus posesiones para enriquecerme yo y enriquecer a mi tribu?
Muchos pensadores han construido complicadas teorías sociales que explican que, a la larga, este comportamiento es contraproducente. No querríamos vivir en una sociedad donde a los extraños se les roba y asesina de forma rutinaria. No solo nos hallaríamos en peligro constante, sino que además no nos beneficiaríamos de cosas como el comercio, que depende de la confianza entre extraños. Los mercaderes no suelen visitar los antros de ladrones. Esta es la manera como los teóricos seculares, desde la antigua China hasta la moderna Europa, han justificado la regla de oro de «no hagas a los demás lo que no querrías que ellos te hicieran». Pero en verdad no hacen falta teorías tan complejas y a largo plazo de este tipo para encontrar una base natural de la compasión universal. Olvidemos el comercio por un momento. En un plano mucho más inmediato, hacer daño a los demás siempre me hace daño también a mí. Cada acto violento en el mundo empieza con un deseo violento en la mente de alguien, que perturba la paz y la felicidad de dicha persona antes de perturbar la paz y la felicidad de alguna otra. Así, la gente rara vez roba a menos que primero desarrolle en su mente mucha avaricia y envidia. La gente no suele matar a menos que primero genere ira y odio. Las emociones como la avaricia, la envidia, la ira y el odio son muy desagradables. No podemos experimentar alegría y armonía si estamos llenos de odio o envidia. De modo que mucho antes de que matemos a alguien, nuestra ira ya ha matado nuestra paz de espíritu. De hecho, podríamos sentir ira durante años sin llegar a matar realmente al objeto de nuestra ira. En cuyo caso no hemos dañado a nadie, pero sí nos hemos hecho daño a nosotros mismos. Por tanto, es nuestro propio interés natural (y no el mandamiento de un dios) lo que debería inducirnos a actuar respecto a nuestra ira. Si estuviéramos completamente libres de ira nos sentiríamos muchísimo mejor que si matáramos a un enemigo odioso.
La verdadera moralidad es hacer lo correcto sin el miedo de alguna retribución divina, ni de la posibilidad de recompensa divina.
En el caso de algunas personas, la firme creencia en un dios compasivo que nos ordena poner la otra mejilla puede ayudar a refrenar la ira. Esta ha sido una contribución enorme de la fe religiosa a la paz y la armonía del mundo. Por desgracia, en otras personas la fe religiosa aviva y justifica en realidad su ira, en especial si alguien se atreve a insultar a su dios o a no hacer caso de sus deseos. De modo que el valor del dios legislador depende en último término del comportamiento de sus devotos. Si actúan bien, pueden creer lo que quieran. De manera similar, el valor de los ritos religiosos y los lugares sagrados depende del tipo de sentimientos y comportamientos que inspiran. Si visitar un templo hace que la gente experimente paz y armonía, es maravilloso. *Pero si un templo en concreto provoca violencia y conflictos, ¿para qué lo necesitamos? Es a todas luces un templo disfuncional. De la misma manera que no tiene sentido luchar por un árbol enfermo que produce espinas en lugar de frutos, también carece de sentido luchar por un templo defectuoso que genera enemistad en lugar de armonía. No visitar ningún templo ni creer en ningún dios es también una opción viable. Como se ha demostrado en los últimos siglos, no hace falta invocar el nombre de Dios para llevar una vida moral. El laicismo puede proporcionarnos todos los valores que necesitamos.
*Hace cierta alusión a la indiferencia del judaísmo hacia el pueblo llano; a las cruzadas del islamismo y el catolicismo, y a la inquisición de este último, etc…
¡Maravilloso escrito!