Por, Luis Alberto Nina


Como todos lo hacían, también decidí hacerlo… Para ese entonces tenía más o menos entre 7 a 10 años y, posiblemente, una de las mentes más curiosas de todo el vecindario. Bueno, era consciente de la vida que llevaba; algo ordenada y enfocada en las cosas que realmente importaban para mí. Recuerdo pasado los 10 años de edad que, de repente un día cualquier murmuré –de un modo inquisitivo– sobre cuál en sí era la esencia o el sentido de la existencia de uno en este mundo. Esa vez fue cuando entendí que me encontraba en un espacio, que tenía la habilidad de pensar, de cuestionar, de hacer el intento de averiguar nuevas curiosidades. Ese era yo, intrigado por algunos de los enigmas con que se viste, todavía hoy, nuestra sociedad, la naturaleza, el mundo. Me preguntaba, ¿por qué nací en este país y no en otro? ¿Por qué bebemos líquido y no gas? ¿Por qué algunos alumnos tiran la basura fuera del zafacón si los maestros han dicho que una de las formas correctas de ayudar a la sociedad, de ayudarnos, era si todos poníamos de nuestra parte y echamos la basura adentro del zafacón? A pesar de esto, muchos estudiantes continuaban contrariando la idea… pareciera que no hacerles caso a los maestros formara parte de una ideología que, supuestamente, «los llevaría al éxito». En lo personal, nada de esto me era ajeno; no en la praxis, sí en las experiencias de otros. Asumo que desde pequeños siempre fui ordenado, como dije; y sincero. Un ente que se agobiaba más de la cuenta por hacer la tarea que le competía; «responsable», lo llamaría Sartre. De verdad que no entendía por qué se pasaba tanto trabajo en aras de no seguir las reglas. Sin embargo, no eran solo estos estudiantes, Igual veía a adultos enlodarse en terrenos de similar tesitura.

De todos modos y como es obvio que no es posible ser correcto en todo, para lo otro sí me apunté… decidí hacerlo de una vez y por todas… Era tanto lo que me embargaba que, entendía que debía actuar de manera contundente en aras de prevenir que continuara sucediendo. Y, como todos lo hacían –buscando cierta solución–, especulé las mismas conclusiones. Al menos eran las que creí que traerían. Me defendí. Lo hice. Defendí mi yo-no-sé-qué. Corrí adonde el estudiante que me había colmado la tolerancia, e intenté golpearlo. ¡Y lo logré!  

Sentí una punzada en el puño de mi mano izquierda; entonces los dedos de esa mano empezaron a merecer más atención que todos los compromisos anteriores. Totalmente desconocía la reacción. No sabía que, dándole yo un golpe a él, así como lo hice, a la vez me estaba golpeando a mí mismo. Y me dolió. Sí. Me dolió en los dedos, me dolió en la piel, me dolió en todo el cuerpo; hasta me dolió en la sien. Lloré. Es probable que me acongojase hasta más que él, porque el dolor se sintió de verdad; incluso, lloré de rabia conmigo mismo. Solo a mí me pasan estas cosas: se pone uno a distanciarse de su identidad y cae en estos manjares. Perder lo que uno es lo coloca, al menos en teoría, en un sitio desconocido del que, puede uno amarlo u odiarlo. Y es más probable que se odie puesto que, no es en realidad quien nos define.

Y para colmo, siento que no creo que resolví absolutamente nada, porque al día siguiente era más de lo mismo; y esta vez, más directo y a sabiendas de que no iba a cometer otra de esas aventuras.

No podemos negar que es atreviéndonos que vivimos más, que se vive más… ahora, a veces gana uno todo, pero nos entristece las ganas su resultado, nos duele. De modo que, debemos admitir que, a veces resulta peligrosa la vida cuando se vive. En ocasiones perdemos más de lo que intentamos ganar. De un modo u otro, también hay validez en esta curva. Parece que ese es el verdadero traje de ella, con todas y sus condiciones; un esfuerzo entre el peligro y la víspera de un sueño… porque debajo de cualquier sombrero la suerte trae sus propios espejos… El mío ha dado su brillo, es propicio que ahora pierda el reflejo, pero hay que siempre seguir en movimiento, hasta si es con una mano menos. 

Fuentes:  foto1   foto2

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